ESCULTURAS ACUÁTICAS
Una fuente escultórica puede cambiar la vida de una plaza. En el centro del espacio, el agua brota y cae con un rumor constante, como si el tiempo encontrara allí un compás distinto. Alrededor, los bancos se llenan con más visitantes que antes; algunos se dejan llevar por el vaivén del agua, otros conversan con calma, y los niños inventan juegos siguiendo la trayectoria de las gotas.
La presencia de la escultura agrega un relato visible. Las formas en piedra o metal invitan a imaginar historias en torno a ella. Al girar alrededor de estas fuentes, las personas redescubren la plaza desde nuevos ángulos; el simple acto de rodear la obra anima el paseo y abre caminos que antes no se recorrían. Incluso el aire parece renovarse: el agua, al caer, refresca la temperatura, y su fina niebla suaviza el polvo.
La fuente también teje lazos entre vecinos. Sirve como punto de encuentro espontáneo, un lugar donde coinciden quienes compran el pan, esperan la micro o simplemente buscan un respiro. A fuerza de verse a diario junto al agua, los saludos se vuelven costumbre y las historias se intercambian sin apuros.
Por la noche, las luces subacuáticas pintan círculos móviles en la superficie y proyectan reflejos sobre las fachadas cercanas. La plaza adquiere así una segunda vida, segura y habitada después del ocaso, invitando a extender la charla y ralentizar el paso.
En resumen, una fuente escultórica no es un adorno aislado: es un pequeño motor de convivencia, de frescura y de mirada compartida, que convierte una plaza común en un lugar al que siempre se quiere volver. Su murmullo constante recuerda que, incluso en medio del tránsito y la rutina, existe un centro donde el barrio respira y tiene identidad.

Carolina Ramos / @carolinaramos_art
www.carolina-ramos.com
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